Una historia donde se puede ver el paso de los días en soledad, sus anhelos, sus deseos y lo que son capaces de hacer por conseguir sus objetivos. Me llamo Iván, soy un gorila. No es tan sencillo como parece. Yo era un gorila salvaje que vivía en la selva, y aún conservo este aspecto. Tengo la mirada tímida de un gorila, y la sonrisa pícara. Tengo una zona de pelaje que parece cubierta de copos de nieve, el uniforme de un espalda plateada. Cuando el sol me calienta la espalda, proyecta mi sobra, la de un gorila majestuoso.
Los humanos hablan demasiado. Parlotean como chimpancés, y congestionan el mundo con su ruido, aunque no tengan nada que decir.
Los humanos derrochan palabras. Las lanzan como cáscaras de plátano y las dejan ahí, a que se pudran.
—Creen que soy muy vieja para meterme en problemas —dice Stella—. La edad avanzada es un disfraz poderoso —agrega.
Todo el día observo a los humanos que se apresuran de una tienda a otra. Intercambian entre sí sus papelitos verdes, resecos como hojas viejas y con el olor de las miles de manos que los han tocado una y otra vez.
El corazón de los gorilas está hecho de hielo, Iván. El de los elefantes, de fuego.