Hace poco más de un siglo, una familia partió de Sorrento y se instaló en Mar del Plata para abrir un hotel y luego una trattoria cerca de la playa. Podría tratarse de una familia cualquiera de las tantas que inmigraron por esos años, pero esta tuvo una participación especial en la cultura argentina: inventó los sorrentinos, una pasta que hoy se come en todo el país. La trattoria pasó de las manos de los padres a las de los hijos, y del hermano mayor al menor, el Chiche, un hombre que amaba el cine, la porcelana traída de Europa y la buena conversación, alguien para el que el mal gusto era un rasgo imperdonable y que, apenas con una ocurrencia, podía convertir una situación banal en una anécdota que se contara por años en las sobremesas. Virginia Higa recogió las piezas de un relato familiar para escribir una novela sobre este personaje inolvidable, y sobre mujeres y hombres de aparente sencillez que protagonizan amores eternos y soledades profundas, muertes, traiciones y canciones, anhelos de costas lejanas y profecías de videntes, mientras celebran el idioma común de un clan inquebrantable. Como en las mejores comedias –especialmente las italianas–, en Los sorrentinos todo se mezcla y se confunde: la risa con el llanto, el destino de una familia con el de un país y la vida bien vivida con la más afortunada de las herencias.
Había gente de plata que servía comida mishadura; y también existía gente pobre que se esmeraba en la preparación de los alimentos porque sabía que la abundancia en la mesa era signo y presagio de cualquier otra fortuna
El raviol no es una entidad definida, existe en la acumulación. Decir "comí un raviol" es una cosa absurda, un sinsentido. Un sorrentino, en cambio, es un ente en sí mismo.
El invierno no era tan malo porque quedarse en casa era agradable, el mundo se achicaba y Carmela cocinaba platos abundantes mientras la ciudad se iba volviendo gris y desierta. Pero abril era para él el mes más oscuro del año, como un larguísimo atardecer de domingo.
Todas las preocupaciones que en cualquier otro momento eran eventos manejables, en esa fecha se volvían monstruos descontrolados, desde una pequeña deuda hasta el peso innombrable de la responsabilidad paterna.