Juan Olmedo y Sara Gómez son dos extraños que se instalan a principios de agosto en una urbanización de la costa gaditana dispuestos a reiniciar sus vidas. Ambos arrastran un pasado bien diferente en Madrid. Sara, hija de padres menesterosos, que vivió una «singular infancia de vida prestada» con su madrina en el barrio de Salamanca, sufre el estigma de quien lo tuvo todo y luego lo perdió. Juan Olmedo, por su parte, huye de una tragedia familiar y un amor secreto y torturante, que han estado a punto de arruinar su vida. Sin buscarlo, «abocados a convivir como los únicos supervivientes de un naufragio», intercambiarán confidencias, compartirán asistenta, Maribel, y el cuidado de los niños, y buscarán refugio en esta nueva familia, elegida no impuesta. Como el poniente y el levante, esos aires difíciles de la costa atlántica, sus existencias parecen agitarse al dictado de un destino inhóspito, pero ellos han decido encauzarlo con voluntad férrea a su propio favor.
Emboscadas en su envoltura lujosa, brillante, llegaron otras, la envidia, la nostalgia, la conciencia de su propia soledad, la tentación de sentir pena de sí mismo y la arrogancia imprescindible para prohibírsela.
Trataba de atrapar a la niña que fue en los niños que encontraba, para entender por fin qué sucedió, qué estaba pasando durante todos aquellos años en los que parecía que no pasaba nada,
Harta de tener siempre sueño, harta de estar siempre cansada, harta de tener que escoger entre comer y dormir, entre dormir y divertirse. Harta de estar harta.
El levante había entrado por fin desde el Estrecho, para barrer la humedad, para templar el frío, para limpiar el aire como si quisiera darles la bienvenida, demostrar que se alegraba de volver a verlos por allí.
El levante azotaba su cara, desflecaba su pelo, bailaba dentro de su cabeza e inundaba sus pulmones con el ritmo necesario, regular, de una marea aérea y torrencial que afilaba el sentido del verbo respirar.