Suele pasarme con Faulkner: al principio me cuesta meterme en sus historias. Su prosa es lenta y vasta como el paisaje sureño que describe, resulta fácil perderse, pero está tan llena de vida que vale la pena hacer ese esfuerzo inicial. En esta novela, Faulkner salta de un personaje a otro, pero demorándose lo suficiente en cada uno como para conocerlo a fondo. Y con cada uno, como si fueran estrellas de una constelación, va armando el dibujo de una aldea y de la historia de esa aldea. Precedido por un aura de amenaza, Flem Snopes llega a Frenchman’s Bend y, como hierba mala que no se arranca a tiempo, su familia empieza a extenderse y tomar posesión de todo lo que alguna vez fue de los Varner: desde el almacén y la herrería, hasta Eula, la hija menor de Will Varner. Y el único que parece dispuesto a hacer algo al respecto es Ratliff, un viajante de comercio familiarizado con el lugar y sus habitantes, que intenta aconsejarlos y empujarlos a la acción. El libro avanza entrelazando historias (tres de las cuales ya había leído en las versiones previas incluidas en Relatos), de las que mis favoritas son la de Labove, el maestro de la escuela que enloquece de deseo por su alumna Eula Varner; la de Ike Snopes, el idiota del pueblo, y su travesía para rescatar una vaca; la de Mink Snopes, que tiene que lidiar con las inesperadas consecuencias de matar a un hombre, y la del tejano desconocido y la subasta de caballos salvajes. Por debajo de todas estas historias, uniéndolas, late la tensión de una lucha silenciosa entre Flem Snopes y Ratliff para demostrar cuál de los dos es el más astuto.