Hablar de los jerezanos alto y claro no es un asunto demasiado frecuente. Sí es cierto que se ha dicho mucho, sobre lo más evidente y ruidoso, sobre las estéticas jerezanas, sobre ese “señorito” engominado y de meñique tieso, sobre los inacabables apellidos, sobre vinos y caballos, pero hay muchos aspectos que se han quedado en el tintero o han sido tratados de refi lón. Jerez, con perdón, no es una ciudad demasiado normal, quizás porque aún convalece de los amarres históricos y sociales, y porque, además de ello, participa muy solidariamente de los hondos atrasos andaluces. Lo único indiscutible es que, esencialmente, no somos ni siquiera parecidos a la imagen de nuestro retrato ofi cial, sino que, más bien, nuestro espíritu verdadero se aproxima al Jerez que se esconde en las trastiendas. Pero esto no es poco, ni vergonzante, solamente más exacto. No obstante, es apasionante descubrir que, tras cadaesquina, en los oscuros zaguanes, dentro de los envinados muros bodegueros, bebiendo a mansalva en un tabanco, hay vida distinta a la que esbozan los cronistas acomodados y a esa ciudad estática y atrapada por unos pocos.