Los constructores de la nación mexicana compartían la convicción (primero optimista, después angustiada) de que la transformación del país era imprescindible. Solo así podría México insertarse plenamente en un Occidente “moderno” al que reclamaba pertenecer pero del que se sentía relegado. La clase política de la joven nación coincidía: había que cambiar; no obstante, nunca pudieron ponerse de acuerdo ni en los medios, ni en lo que debían ser las características del fin.