La segunda parte de esta saga romántica histórica . El destino de una familia en tiempos convulsos y un amor que todo lo vence. Augsburgo, 1916. La mansión de la familia Melzer pasa a ser, por necesidad, un hospital militar. Las hijas de la casa, ayudadas por el servicio, se convierten en enfermeras que curan, cuidan y escuchan a los heridos en combate. Entretanto, Marie, la joven esposa de Paul Melzer, se hace cargo de la fábrica de telas en ausencia de su marido. Sin embargo, recibe una terrible noticia: su cuñado ha caído en el frente y Paul es ahora un prisionero de guerra. Marie se niega a que las circunstancias la venzan y lucha con todas sus fuerzas por preservar el patrimonio familiar. Pero, mientras no pierde la esperanza de volver a ver a Paul con vida y se deja la piel en la fábrica, el elegante Ernst von Klippstein aparece en la puerta de la mansión, empeñado en no perder de vista a la joven y bella mujer que tiene entre sus capaces manos el destino de la familia Melzer. Esta apasionante saga familiar terminará en la tercera parte El legado de la villa de las telas.
De pronto comprendió que esa vida primitiva y monótona que tanto odiaba en realidad era un privilegio. Un lugar seguro, alejado de las trincheras y el fuego de las granadas, un refugio de la muerte y la desgracia
¿Qué le pasaba a su mujer? ¿De dónde salía esa obstinación? Aquello rozava la rebelión. Mujeres que llenaban las calles exigiendo el derecho a voto. Esposas que se enfrentaban a sus maridos, y se negaban a obedecer al cabeza de familia...
No obstante, lo peor era presenciar tanta desgracia, tener que ofrecer consuelo donde ya no lo había, dar esperanza cuando ella misma la había perdido
Se había imaginado muy distinto el trabajo de enfermera. Caritativo. Pura bondad. El ángel de los heridos. Nunca pensó que algunas tareas pudieran ser tan odiosas y trivales, ni hasta qué punto sobrepasaría los límites de su pudor
- Bienaventurado aquel que puede recordar la felicidad pasada- murmuro él - Es un tesoro que nadie le puede arrebatar.
Se quedó a gatas, de nuevo en un estrecho sendero cubierto con tablas a los lados y planchas de madera en el suelo. Las trincheras. En vista del horror que imperaba ahí fuera, en ese paisaje lunar negro, aquel agujero en la tierra le pareció un refugio.