Ya no hay países, hay marcas; no hay sistemas representativos, sino circuitos financieros; no hay ciudadanos, solo productos. Ya no alcanza con vivir una sola vida: como si de una muñeca rusa se tratara, hay que estar preparado para sacar de la matriz todas las que se puedan y al mismo tiempo intentar, si es que esto es posible, no dejar de ser uno mismo. Esto tiene un coste emocional y unas reglas de funcionamiento: es el marketing existencial. En el mundo global ya no hay lugar fijo, y lo que es, no perdura. Ya no hay países, hay marcas; no hay sistemas representativos, sino circuitos financieros; no hay ciudadanos, solo productos. Para ocupar un lugar es necesario generar un relato propio, ser capaz de generar un storytelling del yo que permita ubicarnos como productos en un sistema inestable y cambiar de relato, reformular el producto toda vez que el mercado lo demande. El marketing existencial ha sustituido al espíritu del contrato social, pues este nuevo entorno ya no constituye un territorio de convivencia, sino una zona de transacciones. En la posteconomía, los beneficios ya no provienen de la producción y por lo tanto, el trabajo, tal como se lo entendía, no puede ser una herramienta de vida. En el campo de lo social se imponen otras reglas, y el marketing existencial aparece, de momento, como única estrategia de supervivencia.