En la vida corriente, sin embargo, no eran más que un buen muchacho, nada guapo, un poco basto a pesar de su extraordinaria vivacidad y que gustaba de los juegos más pueriles. La transfiguración que produjo en él la música resulta maravillosa, puesto que elevó a un grado de pureza y de hermosura sublime una naturaleza que, de no ser por su genio, en nada le distinguía de los chicos que jugaban con él en el patio de su cada de la Getreidegasse.