Erika Ewald es una muchacha vienesa soñadora, con alma de artista, que enseña piano y que lleva una existencia rutinaria, sin secretos ni sorpresas, a no ser por los momentos que pasa con un joven violinista con quien comparte la pasión por la música. En “El amor de Erika Ewald” Zweig describe magistralmente las sutilezas de esta relación— una nueva "educación sentimental"—, con una mirada irónica y siempre atenta al juego de paradojas tensadas entre una vida que discurre anodina y la fuerza de unos sueños frustrados por el peso de la realidad.
…un dolor profundo es como un oscuro arroyo de montaña subterráneo, que excava en la tierra, silencioso, a través de la roca, y con impotente ira llama y llama a puertas infranqueables.”
Como las ardientes ondas del torrente sonoro de Tristan e Isolda, que la colmaban de felicidad y, sin embargo, la atormentaban y la afligían.
Identificó tan bien sus intenciones y se compenetró con tanta sensibilidad que él adivinó en el acto la finura y profundidad de su naturaleza.
Identificó tan bien sus intenciones y se compenetró con tanta sensibilidad que él adivinó en el acto la finura y profundidad de su naturaleza.
Libros y cuadros, paisajes y piezas musicales le hablaban a ella, que había conservado la capacidad poética del niño, que ve en objetos pintados, en cosas inanimadas, una realidad de colores gozosa y viva.
Otras veces solía leer hasta muy entrada la noche o se quedaba apoyada en la ventana con una dulce sensación y miraba desde lo alto por encima de los tejados refulgentes por la luz de la luna, bañados en la claridad de su marea de plata