La parábola del Samaritano nos hace comprender que sólo llega a Dios quien se desvía hacia el prójimo. Para llegar a Dios hay que detenerse junto al hombre (no importa quién sea) que reclama atención, respeto a su dignidad y la parte de amor que le corresponde. El propio Jesús nos propone el ejemplo del Samaritano como guía en nuestra peregrinación al santuario del hombre. Una peregrinación que implica salir de uno mismo y adentrarse en la práctica de la misericordia, la ternura y la compasión, para poder acercarnos unos a otros y aproximarnos a Dios.