Alfred Hayes escribió por única vez una obra maestra. Las fórmulas del amor -las que suponen un paraíso de éxtasis y felicidad, las que reclaman un vacío recíproco de identidad y posesión- pueden incluirse en los pliegues del relato, que consiente todas las situaciones y circunstancias capaces de sustentarlas. Afinada y entonada por una voz que no permite dudar acerca de lo que cuenta, esta novela inédita hasta ahora en español despertó la admiración del público y de lectores tan exigentes como Elizabeth Bowen, Stevie Smith y Antonia White. Este tribunal femenino respalda la turbulenta veracidad o por lo menos la verosimilitud tortuosa de una confesión: la del espléndido aislamiento de un hombre perdido en el laberinto de su amor.
Pero ahora me parece que aquel desorden, tan evidente y despreocupado, respondía a qué consideraba la vida que llevaba en ese entonces como algo temporario.
Entonces era de vidrio, un vidrio a través del cual sentía que se veía todo, o una muchacha de gasa que un soplo, la brisa más leve, podía llevarse.
Por supuesto, no me veía amándola para siempre, pero tampoco pensaba en el momento en que dejaría de amarla.
Lo único que no perdimos, pensé, es la capacidad para el sufrimiento. El sufrimiento nos sale bien. Pero es un sufrimiento silenciosisimo.
Al sufrir creía que amaba, porque el sufrimiento era la prueba, el testimonio de un corazón que hasta entonces consideraba seco.
Pero qué incidente que implique adulación, incluso naturaleza dudosa, se cierra para una mujer alguna vez?