El rostro apareció ante sus ojos. La mujer lanzó un grito lacerante, angustioso, mientras todo se ponía a dar frenéticas vueltas en torno suyo. Apenas pudo repetir: —Nooooo… Y fue entonces cuando supo que estaba condenada a muerte. Fue entonces cuando las manos dejaron de acariciarla para buscar sólo su garganta, para segar la fuente de su vida. Los ojos de la mujer se dilataron espantosamente. La estaban estrangulando. Se le iban las fuerzas, el alma. Por fin, todo se nubló ante ella. Todo dejó de girar. Era el fin. Pero ella no podía sospechar aún que también era el espantoso principio. Que aún moriría cinco veces más.
Un sentimiento de ciego terror, de asco, de náuseas, la dominó. Pero sin embargo, al volver la cabeza, notó que aquel sentimiento era sustituido por otro mucho más inquietante: porque la dominaron el miedo y el pasmo
¿Se ha fijado usted, amigo lector, en que no todas las cicatrices son feas? ¿Se ha dado cuenta de que algunas tienen gracia y otorgan una cierta personalidad?
—¿Qué, amigo? —susurró—. ¿No me ha creído? (…) ¿Pero por qué la gente ha de ser así? ¿Por qué nadie cree a nadie?
Pero tuvo una extraña, una casi absurda sensación. Hay cosas que se adivinan y una no sabe por qué
Lo cierto era que nunca había sentido nada semejante. Lo cierto era que el miedo llegaba en oleadas hasta el centro de sus nervios, inmovilizándola