Hace muchos años vivía en Suiza un relojero que hacía los relojes más perfectos del mundo. Un día, el relojero hizo un reloj especialmente bonito y decidió no venderlo y regalárselo a su nieto por su primera comunión. El reloj estaba tan orgulloso que quiso hacer algo especial, algo que no hicieran los otros relojes: se propuso ser el reloj más rápido del mundo. El relojero no podía entender por qué se adelantaba tanto ese reloj y lo guardó con los trastos viejos. Una muñeca vieja le explicó que para ser un buen reloj no había que ser rápido, sino preciso. A partir de ese día, el reloj siempre dio la hora exacta y el relojero lo colocó en el mismo lugar que ocupaba antes.