Con una prosa lírica y reflexiva, en constante tensión con una oscura melancolía, Keegan desnuda en estos relatos la vida en la Irlanda rural contemporánea. Historias de abuso familiar e incesto, matrimonios sin salida, celibatos quebrantados, soledades a veces aliviadas por el alcohol, otras por los sueños, bullen debajo de la quietud del paisaje. Un retrato contundente de una lucha con el pasado atravesada por los anhelos y deseos de sus protagonistas.
Ya había realizado la incisión en el lugar y el tiempo, y le había infundido un clima y un deseo. En esas páginas había tierra, fuego y agua; había un hombre y una mujer, y soledad humana. (La larga y dolorosa muerte)
Ahora estás en el descanso, tratando de recordar felicidad, un buen día, una noche, una palabra amable. Parece oportuno buscar algo feliz para hacer que la despedida sea más difícil, pero no se te viene nada a la mente. (El regalo de despedida)
Cuando el sacerdote le pone la perla en la mano, ella lo mira a los ojos. Hay lágrimas en ellos, pero es demasiado orgullosa como para pestañear y dejar que una le caiga. Si ella pestañease, él la tomaría de la mano y la sacaría de ese lugar. (Recorre los campos azules)
El silencio es como todo silencio; cada hombre está contento de que exista y, también, contento de que no dure. (Caballos oscuros)
No podía dudarse de que era una niña extraña. La hija menor de Martha organiza funerales para mariposas muertas, se come las rosas y recoge renacuajos de las huellas dejadas por el ganado y los libera para que les crezcan las patas en las charcas. (La hija del guardabosques)
El muchacho cierra los ojos y, cuando los tiene cerrados, se da cuenta de que no sabe qué desear. Es el momento menos feliz del día, pero sopla fuerte y apaga las velitas. (Cerca de la orilla del agua)