Gide es sutil, minucioso, detallista, escudriña los límites entre sonido y silencio, entre expresividad y virtuosismo superficial, entre la profunda transmisión del alma del compositor y la vana versión del ejecutante que, mejor dicho que nunca, ejecuta, desvirtúa y mata a la obra. Tal vez, la conciencia de sus propias limitaciones como pianista aficionado le volvió más sensible a las aberraciones interpretativas que debía soportar en los conciertos a los que acudía. Entonces, esgrimía la pluma en defensa del auténtico Chopin, de esa música pura que debía preservarse a toda costa.