Tal vez sea la enésima revalidación del realismo cristiano que no cesa de proponer el ideal pero, a la espera del Reino futuro, no pierde de vista la «realidad efectiva» de un mundo en el que el grano y las malas hierbas se mezclan hasta la siega final. El realismo del que sabe que todos deberíamos ser santos y cultivar todas las virtudes. Pero también sabe que el pecado puede tomar siempre —y en cualquier persona— la delantera.