Ni Angélica ni su esposo, el conde de Peyrac, pueden esperar, siquiera por el momento, el retorno a su patria. Quemadas las naves, el Nuevo Mundo harto lejano del Antiguo, demasiados obstáculos se lo impiden al condenado por brujería y a la hermosa rebelde contra el Rey Sol. Para ellos, como para los protestantes rocheleses que les acompañaron en su aventura, sólo existe una verdad: el ardiente trabajo en los dominios de Gouldsboro, en la Acadia francesa, ante un océano espumeante y gris