El orden de las cosas no es un orden natural contra el que nada puede hacerse, sino que es una construcción mental, una visión del mundo con la que el hombre satisface su sed de dominio. Una visión que las propias mujeres, sus víctimas, han asumido, aceptando inconscientemente su inferioridad.
Se espera de ellas que sean femeninas, es decir, sonrientes, simpáticas, atentas, sumisas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas. Y la supuesta feminidad sólo es a menudo una forma de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o supuestas.
Penetración y poder formaban parte de las prerrogativas de la élite masculina; ceder a la penetración era una abrogación simbólica de poder y autoridad. Desde esa perspectiva, que vincula sexualidad y poder, la peor humillación para un hombre consiste en verse convertido en mujer
La dominación masculina, que convierte a las mujeres en objetos simbólicos, cuyo ser es un ser percibido, tiene el efecto de colocarlas en un estado permanente de inseguridad corporal o, mejor dicho, de dependencia simbólica.
El espejo, instrumento que no sólo permite verse, sino intentar ver cómo uno es visto y hacerse ver como uno pretende que lo vean.
El acceso al poder coloca a las mujeres en situación de double bind: si actúan igual a los hombres se exponen a perder atributos de la feminidad y ponen en cuestión el derecho natural de los hombres al poder; si actúan como mujeres parecen incapaces e inadaptadas a la situación