La política, en Estados Unidos y en el mundo, se ha polarizado y trivializado, quizás más que nunca. En el Congreso, en los medios de comunicación, y en el debate académico, los contendientes de izquierda y derecha, luchan unos contra otros como si la política fuera un deporte de contacto en el que se compite ante un griterío de animadoras. El resultado, escribe Dworkin, es una cultura política deplorable, tan mal equipada para el eterno reto de conseguir la justicia social como para afrontar la amenaza emergente del terrorismo.