La defensa de las víctimas es uno de los elementos esenciales sobre los que se construye la Justicia Penal Internacional; sin embargo, hasta la llegada del Estatuto de Roma (1998) por el que se creó la Corte Penal Internacional, las víctimas no tenían la posibilidad de alegar ni probar en los juicios ante los Tribunales Penales Internacionales (Nüremberg, Tokio, ex Yugoslavia o Ruanda). Tampoco podían solicitar la compensación y restitución del daño dentro del mismo procedimiento, debiendo acudir a las jurisdicciones nacionales. Su actuación se limitaba a ser oídos como testigos de la acusación, cuando eran llamados.El Estatuto de Roma modifica esta situación, otorgando a las víctimas la posibilidad real de participar en el procedimiento a través de un abogado (legal representative) que actuará como acusación al lado del fiscal. El Estatuto y la demás normativa aplicable configuran un régimen de intervención procesal que no puede equipararse al de las genuinas partes del proceso (fiscalía y la defensa), pero que permite una actuación sustancial de las víctimas en la práctica totalidad de las fases del proceso. Asimismo, será la Corte la que resuelva sobre la compensación y reparación a los perjudicados, asignándose para ello un relevante papel a su representación y defensa.