Tanto el idealismo antiguo como la razón histórica moderna elaboraron sus respectivas representaciones del tiempo sobre el cotejo de la plenitud (la Unidad, el Ser, el Absoluto, siempre necesarios) con la fugacidad de las existencias particulares que así resultaban puramente aleatorias y desechables hasta su fin en despojo, en carroña. En tal construcción, que para Aristóteles era la propia de la poesía, la preservación del Todo y el dominio de lo excelente que resultaba de emular el modelo ejemplar, eran cosas bastantes para legitimar el sacrificio de lo que, a su lado, quedaba como meramente superfluo, o sea, la vida carnal que, en efecto, se pierde. (Se canta lo que se pierde es por ello el lema inverso de otra poesía lo que nosotros llamamos lírica atenta a la suerte de gozo y lástima de esa fugacidad). Pero entre aquellas dos ideaciones, antigua y moderna, convergentes en una misma condición sacrificial, hubo además el tercero en discordia que representó el cristianismo y su compleja elaboración de una promesa precisamente dirigida a esa carnalidad por igual condenada en aquellas dos tramas argumentales. Aun así, ¿no contiene el cristianismo se pregunta este libro otro relato de los orientados a un futuro de gloria para cuyo alcance por tanto habrá sido necesario un juicio selectivo en el que resu...