Una vez más, el lector penetra en la vieja Europa -Zurich, Londres, Viena, Berlín- recuperada por un escritor que tuvo el ladino como lengua materna y el alemán como lengua literaria. Y que tuvo, por sobre todo, una capacidad de oír y ver lo que convirtió en testigo imprescindible de un tiempo condenado a ser arrasado por el nazismo.