Aquel vagabundo no parecía tan inofensivo. Casi parecía peligroso por la destreza con la que jugaba con una pistola automática. La pasaba de una mano a la otra, la hacía girar en su índice desde la guarda, la balanceada de un lado a otro hasta que quedó apuntando al suelo. La pistola parecía un juguete mágico: el vagabundo no podía apartar sus ojos de ella. Hasta que, como los niños, se cansó y la guardó en un bolsillo de sus destrozados pantalones. Solo por un instante, porque inmediatamente la desenfundó.