EL PORQUE DE LAS COSAS

Cada cuento de Monzó me recuerda a las catas de vino y a los desafíos organolépticos. Te traen una serie de aromas sin etiqueta y en tu cerebro tienes claro que conoces ese olor, puesto que lo has olido cientos de veces. Descubres la etiqueta y te das de bruces con la realidad, puesto que normalmente has fallado, pero en tu cabeza vuelven a encajar los nombres con el aroma percibido. Las últimas frases de cada cuento de Monzó suelen tener éstas características. Son giros kafkianos. A veces debes releerlo, porque crees que ha sido un error ese final, pero entonces, con la pausa obligada que tiene un lector al acabar un relato, entonces analizas el final y descubres algo, un detalle, un verbo o un adverbio de negación que se te ha podido pasar por alto. Lo reconstruyes nuevamente en tu cabeza te das cuenta de que acabas de leer algo bueno, brillante. Y el regusto es potente, crees que no estás saciado porque ha sido un relato corto, menor que un trago, pero tu sed te impulsa a más, porque tus sentidos están despiertos y con ganas de catar más.

En este libro, la capacidad de síntesis de Quim Monzó llega a su máxima pureza: sus relatos, aparentemente simples y esquemáticos, son una enérgica exhibición de maestría, y se complementan para formar un todo que nos muestra con implacable precisión la eterna incertidumbre humana.