Teresa, una mujer sin trabajo, y Eva, su hija, acaban de instalarse en una ciudad de provincias. A la salida del colegio, mientras Eva espera a su madre que llega con retraso, una camioneta la atropella. El conductor, Etienne Vollard, un hombre enorme, grueso y librero de profesión, carga con un gran sentimiento de culpabilidad que le lleva a mantenerse junto a la niña durante su convalecencia. Allí, junto a su cama, el librero Vollard, una persona que ha encontrado en los libros una manera de cubrir sus necesidades afectivas, recurre a las historias y a las frases que pueblan su cabeza para intentar salvarla. Estos tres personajes, reunidos por el azar de un accidente, se enfrentan a sus respectivas soledades incapaces de encontrar un lugar desde el que afrontar la vida y salir del silencio que los envuelve y hace transparentes ante los demás. El librero Vollard es una obra poética y sensible, construida como un homenaje a la literatura, a los libreros y a las heridas de la infancia.
Homenaje a los libreros, a los libros y a la literatura en general. Construida de forma sencilla --tres partes diferenciadas que engloban quince capítulos-- y utilizando a menudo la prosa poética, narra las vidas de unos personajes, tres principales y otros secundarios, que se caracterizan por una infancia repleta de dificultades y de una adultez de una soledad absoluta. Tan absoluta que, de una u otra forma, todos ellos rozan la alienación e incluso la enajenación. Más abajo volveremos a tratar los temas de la infancia complicada y la soledad. De momento, me quiero detener en algo que concierne al texto en sí. A cómo el autor nos presenta la historia. Al modo en que nos la hace sentir mientras la leemos. La manera que tiene Péju de narrar la forma que tienen sus personajes de convivir en un mundo que a menudo les es ajeno llega a conmover, a emocionar, a sobrecoger. A desgarrar.La historia nos presenta a Eva, una niña de diez años, que sale corriendo del colegio ante una nueva tardanza de su madre, Teresa, que no trabaja pero necesita huir cada día de su monótona vida, buscando una fuerte dosis de olvido solitario, un gran trago de indiferencia pura. Casi siempre llega tarde a recoger a su hija, que finalmente se cansa y, asustada, corre sin mirar hacia atrás. Ni hacia los lados. Hasta que la camioneta de Étienne Vollard, cargada de libros --los lee, los compra, los vende, y vive con ellos--, choca contra ella y la atropella. A Vollard, macizo, grande, voluminoso, no le gusta conducir, pero para el transporte de libros antiguos, de libros de ocasión que a veces va a comprar lejos, en otra ciudad, está obligado a utilizar su camioneta. Después de tratar de asimilar que deberá aprender a vivir con la idea de que ha atropellado, y quizá matado, a una niña, va al hospital para ver cómo se encuentra la pequeña. Y casi no se separa de ella. Teresa lleva diez años haciéndose a la idea de que es madre de una niña. Mientras su hija está en la escuela ella conduce durante horas o coge trenes para perderse en ciudades, calles o centros comerciales, sentirse anónima y libre, evadirse de una realidad solitaria que no puede aceptar. Madre soltera, reflexiona sobre que cuando Eva era un bebé, conseguir hacer lo que debe hacer una verdadera madre era casi más fácil. Ahora es una hermosa chiquilla. Crece rápido. Pronto, por suerte, podrá quedarse sola, arreglárselas. Y Teresa lucha con fuerza contra el deseo envenenado de no regresar jamás. De huir. Y le espeta a Vollard, quien se esfuerza pero no logra entenderla, que estuve terriblemente sola. Únicamente las mujeres solas con un bebé pueden comprender. La presencia de un hijo hace que la soledad se vuelva dura como una piedra. Por eso, solo ansía que Eva crezca para poder dejarla vivir su vida y poder ella misma vivir la suya.Vollard, que recuerda por su memoria prodigiosa, su vasto conocimiento de obras y autores y su gran amor a los libros al famoso Mendel de Stefan Zweig, siempre ha leído compulsivamente. Desde una infancia y una adolescencia de soledad y maltratos escolares en la que la lectura fue su único refugio. Una época de su vida descrita con bastante detalle en la segunda parte de la novela, en la que se destaca su aspecto físico --todos se ríen de él y le llaman gordinflón--, su extraordinaria memoria --que despierta a la vez celos y fascinación-- y su inquietante y misteriosa aureola de soledad. Hasta que, con los años, esa pasión se convirtió, además, en su sustento. El Verbo Ser es su librería de libros viejos y de ocasión. Un refugio ya no infantil ni adolescente, sino adulto. Una adultez también solitaria, retirada, aislada del mundo. Ajena a él. Como el Meursault de Camus en El extranjero. Como el Cauldfield de Salinger en El guardián entre el centeno. Como el Maxley de Williams en Solo la noche. Y, sin embargo, y a diferencia de los casos expuestos justo arriba, Vollard se muestra empático y humano.El librero Vollard no tiene grandes expectativas. Sin grandes alardes, con las palabras justas pero necesarias, se limita a contar, a narrar, a describir las distintas formas que tienen las personas de afrontar la soledad y de tratar de vivir con ella. De las maneras que tienen de llenar esas carencias afectivas con libros, viajes, paseos, asistencia a grandes almacenes, etc. De lo muchísimo que marcan las infancias difíciles. De la imposibilidad de ser adultos completos en determinados casos. De lo fácil que es hablar de los demás sin conocer las circunstancias de su pasado. Incluso de su presente. De la impotencia que se puede sentir cuando, pese a ser un virtuoso de las palabras, de conocer el enorme poder que estas poseen, no se alcanza a asimilar las problemáticas que se nos van presentando en la vida cotidiana. Una novela magnífica, en definitiva, que me recuerda, por su simplicidad, además de a las ya reseñadas con anterioridad, a La elegancia del erizo, la famosa novela de la también autora francesa Muriel Barbery.