Era una tela de algunos metros de larga y se exponía extendida como un tapiz o un mantel. Estaba amarillenta a causa de sus muchos siglos; unas huellas oscuras la recorrían de arriba abajo. Se daba uno cuenta de que debía de tratarse de quemaduras, como de hierro candente. Aquí y allá se veían remiendos, trozos de tela doblados en forma repetidamente geométrica. Y luego se advertían otras sombras confusas que emergían del color marfil cansado de la tela. En realidad, sobre el tejido de lino y entre todas aquellas señales de deterioro, aparecía una forma dignamente dispuesta, apenas visible, de un color sanguíneo pálido. Y en medio de aquel color frágil y antiguo, que no puede describirse a quien no lo ha visto, se delineaba una imagen de forma humana, dos brazos, con manos de largos dedos, cruzados e inertes. Sobre las manos y sobre los brazos aparecían manchas más oscuras, como señales de heridas. También el color de la sangre había sido como lavado por el tiempo, como amalgamado por un pintor de rara sensibilidad en una exquisita y casi sádica creación. A medida que los ojos se esforzaban por escrutar, era como si la Imagen cobrara espesor a través del tejido. La forma entera de un cuerpo comenzaba a emerger de la tela como los ahogados afloran a la superficie del agua.