Se llama Joseph, y en 1942 tiene siete años. En Bruselas han empezado las grandes redadas contra los judíos, y su madre lo lleva a la casa de la condesa de Sully, que lo ocultará hasta que pase el peligro. Pero muy pronto llegará la policía, la condesa ya no podrá esconder al niño y lo entregará a un sacerdote para que lo lleve a la Villa Amarilla. Y allí, en un pensionado católico, el niño crecerá bajo la protección del padre Pons, un hombre justo. Que un día lo hará partícipe de su secreto: debajo de la iglesia, ha montado una sinagoga. Y por las noches estudia la Torah, la Cabala, los textos de los rabinos, y también guarda los objetos del culto que consigue salvar. En medio de la gran «limpieza étnica» de la Segunda Guerra Mundial, un cristiano se empeña en resguardar la cultura judía, para transmitirla a esos niños que oculta de los nazis. Porque el padre Pons, como Noé, ha decidido salvar a la humanidad a pesar de sí misma. Para que los supervivientes del diluvio no pierdan la memoria, la identidad, el porvenir.... «Eric-Emmanuel Schmitt es un Diderot del siglo XXI, un pensador serio que no se toma en serio... Los bienpensantes explican las religiones a sus hijos, pero Schmitt hace la operación inversa: el niño es el instrumento de la indagación, y cuestiona más de lo que afirma. Porque los niños de Schmitt nunca son fingidamente inocentes, ni políticamente correctos... En este relato desprovisto de moral, el escritor lleva sus textos más allá de las apariencias.
Cuando yo tenía diez años, formaba parte de un grupo de niños a los que, todos los domingos, nos ofrecían en subasta. No es que nos vendieran: nos pedían que desfiláramos por un estrado para ver si encontrábamos a alguien que quisiera tomarnos a su cargo.
Temía que, en el instante de tocar el agua bendita, resonara una voz entre los muros, gritando colérica: «¡Este niño no es cristiano! ¡Que se vaya! ¡Es un judío!» Pero, en lugar de eso, el agua tembló cuando la toqué, abrazó mi mano y fue a correr, fresca y pura, por mis dedos.
Y en un segundo lo comprendí todo. Dios estaba allí. En todas partes, a nuestro alrededor. En todas partes, encima de nosotros. Él era el aire que temblaba, el aire que cantaba, el aire que se reflejaba en las bóvedas, el aire que se arremolinaba bajo la cúpula.