Chateaubriand escribió este ensayo en 1802, cuando todavía humeaban las iglesias incendiadas por los revolucionarios. Tanto había cambiado el mundo que su obra, consagrada a descubrir «las bellezas de la religión cristiana» y su beneficioso influjo en la civilización, suponía el anuncio de un nuevo paradigma, una revolución de signo contrario a la que décadas atrás anunciaran los escritos de Voltaire. Ante la Ilustración volteriana se alzaba el espíritu del Romanticismo. «Quiero ser Chateaubriand o nada», dijo Victor Hugo, reconociendo a este escritor la primacía en el nuevo estilo que iba a adueñarse de la escena. Por encima de la razón humana, piedra de toque del buen gusto y la armonía neoclásica, se imponía la razón divina, desbordante, sublime e incomprensible para el simple ser humano. El gusto por el arte cristiano y por la Edad Media y sus monumentos se expresa en esta obra a lo largo de unas páginas escritas con una prosa vigorosa y muy inspirada. Desde la fe y el profundo respeto hacia lo mejor de una tradición que el caos revolucionario había querido demoler en bloque, Chateaubriand pintó un luminoso lienzo de nuestra herencia cultural y artística, inseparable del genio del cristianismo, que incorpora y enriquece el acervo pagano.