Ignacio era un narrador de raza. Para él, contar historias era una manera de vivir. Contarlas del modo más eficaz y con el lenguaje más bello y expresivo, la meta a la que le conducían su talento, su esfuerzo y su voluntad apasionada de perfección.
Sublime. La prosa de Aldecoa cautiva. Cautiva como lo hacen los pintores impresionistas que todo lo llenan de sensaciones, luz, color, belleza. Sí, leer a Aldecoa es como asistir a una exposición inimaginable de obras de arte, de pinceladas frescas y luminosas que fluyen incesantes sobre un lienzo. En las páginas de este libro trashuman un elenco casi infinito de personajes: marineros, pastores, campesinos, herreros, empleados de oficina, hombres y mujeres enamorados, o decepcionados, o tristes, o alegres, casi nunca atormentadas sino simplemente humanas. Tiene un don especial para verbalizar el adjetivo, para adjetivar el verbo. Su prosa es metáfora en esencia, hermosa, sutil, seductora. Un lagarto para Aldecoa, no es otra cosa que una verde fugacidad que huye sobre una roca para esconder sus temores, sus miedos. Soy un mal imitador del autor, pésimo diría yo. Para sentirlo hay que leerlo.
Demasiadas veces hemos discutido y nos hemos enfadado y cuando hemos dejado de ser jóvenes cada uno se ha quedado con su razón sin querer entender la del otro.
El Quinto estaba a punto de llorar, pero no sabía o lo había olvidado.
«Me gustaría pintar un mundo de color de rosa, pero lo que me rodea es más bien gris.»